LADRÓN
El
bullicio del pueblo comenzó temprano aquel día, los gritos de los
niños eran transportados por la suave brisa que anuncia la llegada
de la primavera. Los aldeanos de Nox preparaban los festejos para la
llegada de la diosa del viento, de la primavera, la diosa Lyftiren.
Nox
era una pequeña villa, al norte de Noam, donde los agricultores,
quienes vivían en los campos a las afueras de la villa, podían
reunirse para ofrecer sus cosechas y ganado o adquirir variados
artículos de los herreros o vestimenta en el único salón de
costura.
Sin
embargo, aquel día era diferente, era día de festejo. Los mercados
se alzaron a lo largo de la orilla del lago y la rutina matutina fue
rota.
Los
festejos de los cambios de estación eran considerados importantes
por los aldeanos, estos eran celebrados en homenaje a los cuatro
dioses del equilibrio natural, Ligiren diosa del fuego y del hogar,
Eorthen dios de la tierra y la templanza de los hombres, Brimiren
dios del agua y de la sanación y Lyftiren diosa del aire y los
cambios.
Normalmente,
estos festejos duraban hasta bien entrada la noche, cuando la luna
vuelve a su escondite y la noche ya no es oscura ni clara. La música,
las danzas, el vino y la comida son ofrecidos en abundancia.
Numerosos festines se celebraban en todos los rincones de la plaza
central de la villa. Para Aaron Obscorvus aquellos eran los momentos
propicios para ir a sus anchas y poder darse una cena decente.
El
joven Aaron Obscorvus era considerado un menesteroso en la villa
mucho antes de la tragedia ocurrida en su familia. Los aldeanos
habían insistido por años a Elizabeth de deshacerse del niño,
abogando que podría traerles mala suerte y sufrimiento, no solo a
ella y su familia, sino al pueblo en general. Cuan doloroso fue para
Aaron ver las predicciones de los aldeanos volverse realidad.
Dos
años atrás, su hogar había sido atacado en la noche, siendo
destruido hasta los cimientos, fue allí, donde Aaron perdió a sus
padres Elizabeth y Philippe y sus hermanos Alan e Isabela.
Desde
entonces Aaron fue rechazado en la aldea y obligado a vivir en el
bosque. Aaron supo por su hermano Alan, cuando el tenía tan solo
cinco años, que la razón por la cual los aldeanos lo odiaban, era
por el hecho de ser pelirrojo, característica atribuida a los
sirvientes del dios de la oscuridad.
Según
la superstición popular, los pelirrojos engañaban a las personas
puras de corazón y los alejaban del camino que lleva al dios de la
luz, guiándolos al reino del dios de la oscuridad, valiéndose de
sus cabelleras como antorchas. Todo aquel que era llevado allí
seria atormentado hasta el final de los días.
Sin
embargo, a Aaron estas supersticiones lo tenían sin cuidado. Había
aprendido a desconfiar de los demás, aldeanos o viajeros, y a vivir
en solitario, incluso mucho antes de la tragedia de su familia. Aaron
se había convertido en un habilidoso ladrón, que recorría las
callejuelas de Nox para proveerse de alimentos.
El
día del festival, el chico iba cubierto por una túnica negra de
lino, descolorida por el tiempo y rasgada por las ramas de los
árboles del bosque, con la capucha puesta y un pequeño saco vacío,
el joven caminaba por el mercado. Observaba atentamente los puestos
descuidados para echar mano de lo que pudiera.
En
un principio, justo después de la perdida de su familia, el joven
pensó que los aldeanos se apiadarían de él, pero empujado por la
falta de misericordia de los habitantes, el joven se convirtió en un
delincuente que se dedicaba a robar en los mercados y cuando podía
en las casas. Generalmente robaba alimentos, las prendas de vestir
solo las robaba cuando las que tenía estaban ya muy deterioradas.
En
aquel entonces, los festivales del cambio de estación representaban
para Aaron un momento de profunda tristeza. En otro tiempo mas
alegre, Aaron los disfrutaba en compañía de sus hermanos. Compartía
cenas con su familia, Jugaba y bailaba en los caminos junto a
Isabela, siguiendo el sonido de la música, asistiendo a discursos de
alquimistas o escuchaba relatos de otras tierras por parte de los
viajeros que venían de más lejos. Siempre después de un festival,
Isabela y él pasaban días hablando de lo que había más allá de
Nox, de las tierras por explorar y de la posibilidad de encontrar un
lugar donde Aaron no fuese rechazado. Especialmente extrañaba a su
hermanita.
Alejando
los pensamientos de tristeza, Aaron sacudió la cabeza, y se
concentró en su misión, aquel día podría darse un banquete,
intentaría robar algo de carne y fruta para compartir con los
animales del bosque. Los gritos de los mercaderes se elevaban entre
el bullicio de la multitud. Aquel día había más gente de lo
habitual.
El
mercado estaba dispuesto en dos hileras de carpas que formaban un
camino entre ellas, a cada lado los mercaderes montaron sus puestos y
exhibieron sus mercancías. Carne, pan, pescado, vegetales, frutas,
vajillas, ollas, joyas y un sin fin de artículos se amontonaban
sobre rústicas mesas que atraían a los compradores.
Aaron
sabía lo que buscaba y el resto no le interesaba en lo absoluto.
Pero muy a su pesar, rara vez se adentraba más allá de los primeros
puestos. Las carpas siempre eran dispuestas a lo largo del lago,
siguiendo el camino que conduce fuera de la villa. El chico sabía
que en la parte más alejada se encontraban los mejores artículos,
joyas, telas, herramientas y armas, al igual que los libros raros que
narran las aventuras de los alquimistas o la devoción a los dioses.
Igualmente los mejores puestos de comida también estaban en aquel
lugar.
Aunque
era hábil para escapar, si se adentraba mucho y era descubierto
corría el riesgo de ser atrapado, y aunque durante dos años nunca
lo habían logrado, tampoco habían estado muy lejos de hacerlo.
Repentinamente,
una disputa en un puesto de pescado llamó la atención del joven,
quien ya tenía el saco medio lleno.
—¿Tres
monedas de plata esta carpa? — pregunto una mujer, escandalizada
por el precio del pescado.
—Así
es, señora. Mis pescados son de la más alta calidad — replico el
pescadero, tomando la carpa por la cola y zarandeándola ante los
ojos de la señora.
Aaron
se acercó sigilosamente, mientras la mujer le respondía al
pescadero tratándolo de ladrón y alegando que el pescado no era
fresco. Al acercarse, Aaron vio la mesa que estaba llena de pescado
maloliente. Carpas y truchas cubrían gran parte de esta, pero un pez
en particular atrajo la mirada de Aaron, unos pocos lucios, con el
cuerpo verdoso y franjas pardas. Estaban a unos solos centímetros de
su alcance.
—Escuche
señora, si no le gusta mi pescado, puede irse a la mierda —Vocifero
el pescadero atrayendo todas las miradas hacia él. Un murmullo
general se alzó en los compradores que estaban cerca y la mujer
produjo un gritito de indignación. Aaron aprovechó la oportunidad.
Rápidamente extendió su mano y tomo el lucio que tenía más cerca
de la cola triangular y lo atrajo hacia sí. Sin embargo, el pescador
a pesar de estar discutiendo con la mujer, no pasó inadvertido el
movimiento del chico y salto inmediatamente al ver el lucio
desaparecer junto con el joven encapuchado.
—¡Ladrón!—
Rugió el hombre, señalando hacia el joven que se abría paso entre
la multitud. Aaron lanzó una mirada sobre su hombro hacia el puesto
del pescadero y los ojos azules del joven se encontraron por un
instante con los del hombre quien formó una expresión de sorpresa
al reconocerlo —¡Es el pelirrojo! ¡Atrapen a ese maldito!
Pero
Aaron ya había puesto pies en polvorosa, alejándose del puesto del
pescador y del mercado. No pensaba dejarse atrapar y tampoco pensaba
perder su trofeo. El lucio era uno de los pescados que solía
prepararle su madre. Salio del mercado y giro a la derecha
perdiéndose por el camino que atravesaba el pueblo hacia el bosque.
Corrió
sin mirar atrás, paso por enfrente de un grupo de niños que jugaban
a los alquimistas, a su espalda un grupo de hombres lo seguía.
Giro
por un callejón y ¡PLAF!
Su
trasero choco contra el suelo, causándole un gran dolor y la mano
derecha se resbaló sobre una piedra, ganandole una pequeña herida.
Instintivamente aferro el fardo contra el pecho, negándose a
entregar su cena. La capucha se había resbalado de su cabeza.
—¿Estas
bien? —preguntó una amable voz.
Aaron
levantó la cabeza y vio a un hombre joven y alto, con el cabello
negro y largo, cayéndole en cascada sobre la espalda. Sus ojos del
color del oro fundido lo miraban radiantes, sin rencor, con una
chispa de preocupación. Aaron contestó y miro sobre su espalda.
"este hombre no es de aquí" pensó Aaron.
—Déjame
ayudarte —el hombre extendió una mano a Aaron, una
amable sonrisa se dibujaba en su rostro. Aaron se ruborizó. Era la primera vez después de
mucho tiempo que alguien lo miraba sin rencor.
Una
suave brisa se filtró por el callejón produciendo que unos aros de
plata que colgaban del cinturón en cuero del hombre tintinearan
dulcemente. Aaron dudó en extender la mano, pero lo sorprendió ver
una expresión de inquisición en el rostro del joven.
Aaron
extendió la mano y aparto la mano del hombre con brusquedad. Se puso
en pie y lo miro a los ojos, desafiándolo a que replicara. El hombre
parecía consternado por la reacción del joven pero al mismo tiempo
interesado en él. Sin saber porque lo hacia, Aaron se dirigió al
hombre.
—Por
favor, déjame pasar, sino lo haces me atraparan y... me pasara algo
horrible.
El
hombre lo miro aun con mas intriga, Aaron estaba ansioso e
instintivamente lanzo una mano a su cabello, detrás de su oreja y
comenzó a tirar suavemente de este. En aquellos ojos de oro liquido
Aaron solo vio interés por su persona.
—¿Por
dónde se fue ese maldito pelirrojo? ¡PELIRROJO LADRÓN!
Lo
habían alcanzado. El hombre miró en dirección del camino y luego
hacia el joven.
—Por
favor.
Una
chispa de comprensión atravesó su rostro. El hombre se hizo a un
lado y sonrío a Aaron quien no se entretuvo más tiempo y volvió a
tomar huida, dirigiéndose a su refugio.
****
El
cielo se cubrió de un manto de estrellas, la luna, parcialmente
cubierta por nubes, filtraba su lúgubre luz hacia la copa de los
árboles. Allí, sentado sobre una raíz saliente, Aaron miraba hacia
el pueblo, los cantos y las risas llegaban hasta el bosque. Sin
embargo, su mente estaba lejos del festival. Después de escapar de
los mercaderes, no había podido sacar de su mente al hombre de ojos
dorados. Sabía que no era de allí, no lo había visto antes, además
la ropa que llevaba era distinta a la de los habitantes de Nox. El
hombre iba ataviado con una tunica con la tonalidad del musgo, pero
había algo más que había notado y era un collar gris y circular
con la imagen de tres espirales.
— ¿Quién
era ese hombre?... Isabela, desearía que estuvieras aquí.
El
joven se levantó. Suspiro profundamente pensando en su hermanita y
el misterioso hombre. Calándose la capucha cubrió su cabello rojo y
se dirigió a la plaza de la villa. Aun podría adquirir algunos
víveres de más.
Mientras
se dirigía hacia la plaza de Nox, su mente volvió a la noche en que
perdió a su familia.
Lo
que había ocurrido aquel día, era todo un misterio, los habitantes
atribuían el incidente a un castigo de los dioses hacia los
Obscorvus por permitir que Aaron permaneciera en la villa. Él, el
pelirrojo maldito de Nox. Aaron sabía que aquello eran estupideces
de agricultores supersticiosos, porque él no podía ser el culpable,
¿o sí?
Varias
semanas antes de que el incidente tuviera lugar, Elizabeth y Phillipe
habían recibido una misteriosa visita, desde entonces habían estado
altamente nerviosos. Prohibieron a Aaron y sus hermanos de salir y se
mostraron extremadamente cautos con los habitantes de Nox y todo
viajero que llegaba.
Aaron
había notado que Alan sabía lo que ocurría, dado que era el mayor
y su padre confiaba plenamente en él. Alan y su padre se turnaban
para ir al mercado por víveres, sin demorarse o entretenerse en
trivialidades.
Quien
peor lo habían pasado era Isabela, quien acostumbraba ir a la orilla
del lago con sus amigas, o visitar los mercados de joyas y vestidos,
donde soñaba con convertirse en una doncella y conocer al señor de
algún castillo en alguna tierra lejana o incluso conocer al mismo
príncipe del castillo de cristal.
Después
de que Elizabeth les prohibiese salir, la joven se negaba a dirigirle
la palabra a sus padres y lloraba amargamente en las noches. Aaron
sabía que esto era en gran medida porque Isabela había estado
tomando clases de costura con sus amigas en la casa de una anciana
desdentada del norte del pueblo quien decía haber vivido en un
castillo. De igual forma su hermana había aprendiendo a escribir y
recitar poemas épicos con los libreros. El hecho de que el joven
pelirrojo supiera leer y escribir era gracias a Isabela quien le
había enseñado todo lo que ella aprendía en el pueblo. Ella había
sido su maestra y mejor amiga.
Aaron
fue el único quien supo sobrellevar la situación, a pesar de no
saber lo que sucedía. Acostumbrado a evitar a los lugareños, el
joven tuvo que aprender a mediar con los berrinches de su hermana.
—Isabela,
no sé cuál sea la razón de este aislamiento, pero seguro que
pronto pasara, además no es tan difícil, yo lo he hecho toda mi
vida — razonaba el joven con su hermana. Quien siempre se mostraba
más comprensiva al compadecerse de él.
Alan por su parte
deseaba mostrarse digno de confianza con sus padres, pretendiendo que
el aislamiento no le importase, pero Aaron sabía que su hermano
mayor extrañaba ver a Amanda la hija del señor Lepux, el hombre que
aprendió a Alan el oficio de leñador.
Pero
el trágico día en que perdió a su familia, Aaron desobedeció a
sus padres. Aquella tarde, al ocaso, mientras leía con Isabela "La
Historia de Paracelso: el primer gran alquimista" una horda de
gritos se elevó en el bosque. Un escalofrío recorrió el cuerpo de
Aaron. Desde que Aaron era pequeño, tenía la habilidad de
comunicarse con los animales. Aquella noche los gritos de
desesperación que provenían del bosque eran algo que él jamás
había escuchado antes.
El joven dejo a
Isabela sola en la habitación y se dirigió a la cocina. Desde la
ventana que daba al bosque vio una horda de aves que escapaban de las
copas de los árboles. Intento ignorar los gritos que eran cada vez
más fuertes, pero el sufrimiento que escuchaba en ellos le
atravesaba el alma.
Se
sentó en el suelo de la habitación, la respiración agitada. no
podía soportar aquellos gritos lastimeros. Debía hacer algo.
Temblando, se puso de pie, impulsado por el deseo de ayudar a las
criaturas que proferían aquella agonía tan apremiante.
Se
dirigió a la puerta, pero su padre estaba cerca, sentado a la mesa
con su madre. Elizabeth y Phillipe hablaban entre susurros.
—Phill,
han pasado dos semanas desde que Nicolás vino a prevenirnos, esta
expectación me está poniendo nerviosa.
—Lo
sé, Beth, pero ellos no pueden saber que estamos aquí. Cuando
quitamos la Orden para proteger los contenedores lo hicimos bajo el
mas alto secreto.
Un
nuevo grito se elevó en la noche. Aaron retrocedió y volvió a la
cocina. El dolor que escuchaba le atravesaba, como si el mismo lo
sintiera.
Salio por la ventana
de la cocina y corrió hacia el bosque. Al internarse entre los
árboles vio un grupo de personas que salían a cielo descubierto. El
grupo iba ataviado con túnicas negras. Aaron los vio alejarse, pero
no les presto atención y siguió su camino a la fuente de los
quejidos lastimeros.
Cuando
se adentró un poco más en el bosque, descubrió a varios animales
heridos, reconoció algunos de entre ellos, con los cuales solía
compartir cuando se adentraba en el bosque. Aunque eso era antes de
ser aislado completamente en la casa.
Los
animales yacían en el suelo, aunque más se internaba más animales
encontraba. Había algunos que estaban muertos entre los heridos.
Zorros, aves, liebres e incluso tres serpientes habían muerto. Desde
los arbustos y las raíces Aaron escucho muchos otros animales que se
ocultaban.
—
Pueden
salir, ya no hay peligro. ¿Qué ha pasado?
Un
clamor se elevó entre los animales. Aaron no logró comprenderles.
Llamando al silencio, los animales se dispersaron entre los heridos y
los cadáveres.
—Un
grupo de humanos acaba de pasar por aquí atacando toda criatura que
se atravesaba en su camino —le informó en un siseo una serpiente
enroscada en la rama de un cedro. El joven recordó al grupo que
salio del bosque.
Aaron
recolectó los cadáveres de los animales y formo un túmulo con sus
cadáveres. Las lagrimas se deslizaron por las mejillas blancas del
joven. Los animales heridos soltaban gemidos lastimeros. Cuando el
pelirrojo se arrodilló junto a un zorro sintió una sensación de
calor que recorrió su cuerpo y se extendió a su alrededor. De la
tierra surgieron plantas que cubrieron a los heridos.
¡BUM!
Las
plantas retrocedieron y Aaron se sobresaltó al escuchar una
explosión proveniente del pueblo. Los animales se dispersaron
asustados. Aaron se levantó, los animales que estaban heridos
estaban mejor y se alejaron con recelo. Una vez más escucho gritos,
pero estas vez eran gritos de terror provenientes de los aldeanos. El
pelirrojo volvió corriendo a la villa. Lo que encontró, cambio su
vida.
Una
columna de llamas y humo se elevaban en la noche donde antaño se
encontraba su hogar. Los aldeanos estaban allí reunidos. Las mujeres
se reunían en corros, hablando con voces agudas y angustiadas. Los
hombres y algunas mujeres corrían de un lado a otro buscando la
forma de extinguir el fuego.
El
señor Lepux salio por la puerta principal, seguido de otros hombres
cargando dos cuerpos. El hombre informó: —Estos son los
padres, no hay rastro de los jóvenes.
Una
exhalación general se alzó del grupo.
—Esto
es culpa del pelirrojo.
—Yo
estoy segura de haberlo visto entre las llamas riendo como un loco al
lado del cuerpo de su hermano.
Una
joven comenzó a llorar desconsoladamente, y abrazo a la mujer que la
acompañaba. Aaron las reconoció. Eran la señora Lepux y su hija,
Amanda. Mientras observaba las llamas, Aaron sentía como si lo viera
todo desde muy lejos. La realidad no lo alcanzaba.
Una
de las ventanas explotó y un grito a su derecha, lo volvió a la
realidad. Fuertes temblores se apoderaron de él. Tenía los puños
cerrados fuertemente a su costado. Desconsolado cayo de rodillas, las
lágrimas salían como caudales de sus ojos. Todo se transformó en
una imagen borrosa y voces sin sentido a su alrededor. El dolor lo
golpeo con toda su fuerza...
—¡Te
tengo ladrón! —Exclamó una voz detrás de él, volviéndolo al
presente. Las melodías de los tambores y las flautas llegaron a sus
oídos junto con la voz. Una mano se cerró sobre su brazo. Sus
mejillas estaban húmedas.
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